Hay dos momentos clave dentro de la historia de nuestra civilización que le dan sentido al nacimiento del mito de las brujas y, en ambos casos, la clave detrás de su origen está en un profundo sentimiento de represión. A día de hoy se calcula que el número de personas que se relaciona con esa creencia equivale a más de 3 millones de practicantes, y la mayoría coinciden en que The Wicker Man, la película de culto de 1973, es la mejor representación que se ha hecho de su comunidad.
Esa citada represión es la razón por la que hoy en día seguimos relacionando la idea de las brujas con figuras atormentadas adoradoras del diablo que, con varitas mágicas, túnicas negras y gatos a juego, aterrorizan a la sociedad desde sus cabañas en el bosque. La película de Robin Hardy protagonizada por Christopher Lee, en cambio, quiso romper con ese mito.
Las brujas no son tal y como las conocemos
Basada en la novela Ritual, publicada unos años antes de la película, la historia de The Wicker Man cuenta el viaje de un sargento de policía que llega a una remota isla escocesa con la intención de investigar la desaparición de una niña. Al llegar hasta allí recibe la cálida bienvenida de un pueblo que parece haber vivido al margen del sistema y sus imposiciones.
Lo único que parece empujar al oficial a sospechar es la diferencia entre la devoción religiosa que profesa y cómo las creencias de esa comunidad provocan un choque cultural entre el cristianismo y el paganismo. Mediante rituales ancestrales que celebran el amor por la naturaleza y la fertilidad, el policía termina creyendo que la niña puede estar en peligro por ser parte de esos mismos rituales.
Es la lucha de una sociedad igualitaria que mantiene las tradiciones de la mitología Celta enfrentándose a los valores tradicionales de una sociedad patriarcal a la que pertenece el policía y el propio espectador. Una incomprensión que deriva en represión, más aún cuando las coloridas celebraciones de la comunidad terminan resultando inquietantes, más por el desconocimiento y la diferencia respecto a la idea de las brujas y su maldad que tenemos arraigada en nuestra cultura que por los hechos vividos abiertamente.
Pese a que parte de los rituales mostrados en The Wicker Man no tienen una base histórica real, especialmente el hombre de mimbre gigante que da nombre a la película y sirve como broche a su historia, la comunidad pagana que rodea a las brujas actuales sí defiende cómo fueron plasmados los ritos ancestrales que dan sentido a esa comunidad.

Especialmente, cómo supo reflejar ese choque cultural que aún a día de hoy sigue muy vigente. En la represión y la lucha entre la religión y lo que el cristianismo considera una herejía, es precisamente donde The Wicker Man se ha ganado un hueco en ese imaginario.
De The Wicker Man a Midsommar
La imagen de la bruja que ha terminado calando entre nuestra cultura popular, salpicando desde los dibujos animados y Halloween hasta aspectos menos tradicionales como el de la magia de Harry Potter, nace en la Edad Media con la expansión del cristianismo por Europa. Lo que la religión se encontró en busca de crecimiento y poder, fueron creencias tan profundas como arraigadas que anteponían la naturaleza y las estaciones a todo lo demás. Es la época en la que el druidismo lo era todo entre las comunidades paganas, y la relación con los animales, el Sol, la Luna, y los elementos, daban sentido a su vida y a su forma de vivirla.

Lo que el cristianismo pudo adaptar para ganar adeptos, como la verbena de San Juan, Halloween o la Navidad, lo abrazó sin dudarlo. Allí donde no pudo llegar, se abrazó la represión que prohibía aquellos cultos a la mujer, la fertilidad y la naturaleza, demonizando a sus practicantes y convirtiéndolos en algo a temer y evitar hasta que se dio forma al mito de las brujas.
El empuje que llevó a la escritura del libro y la posterior película, en cambio, venía de una represión mucho más reciente. Una que, durante finales de los 60 y principios de los 70, volvió a despertar ese amor por la naturaleza y las tradiciones paganas en contraposición al punto al que había llegado la sociedad. La represión política y religiosa con la guerra y la crisis energética por bandera, frente al movimiento hippie de inspiración oriental y el movimiento New Age que perseguía volver a unos orígenes más espirituales y de comunión.
Como en ese ideal, The Wicker Man no sólo representaba la idea de que otra sociedad anclada al pasado era posible, también reflejaba una segunda ola del feminismo, tras la vivida con el derecho a voto, que representaba una comunidad en la que las mujeres no sólo eran respetadas, sino que también tenían un poder de decisión igualitario y disfrutaban de su sexualidad sin el yugo que el cristianismo había impuesto sobre ellas.
Es esa sociedad la que explica el éxito de The Wicker Man y el crecimiento de un sentimiento de simpatía hacia aquella comunidad pagana por parte del espectador que, de primeras, se pasa media película creyendo que su papel debe ceñirse a mantenerse fiel al policía y sus creencias. Es la razón por la que las brujas actuales, más relacionadas con el paganismo que con la escoba y el gato, han hecho de esta película parte de su religión, y también la que hace que cintas más recientes como The Witch o Midsommar, profundamente inspiradas en The Wicker Man, hayan terminado calando igual de hondo entre nuestra cultura popular.
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